Leyendo....indagando....como siempre.....buscando material para mis alumnos...como siempre....me topé con este cuento de Fontanarrosa que, además de divertirme me hizo pensar muchísimo sobre la diferencia entre etica-estética y ecomomía-negocios. Aunque, a razón de ser rigurosos, la economía de mercado o el Capitalismo también tienen su propia ética y estética. Personalmente creo que la vida de toda persona tiene que ser un todo coherente entre su pensamientos sobre la vida, las cosas y el obrar y que este también se vea reflejado en sus acciones. Es decir, no reduzco el ámbito estético al arte sino que creo que la vida de cada uno, la construcción del yo, nuestra existencia o como prefieran llamarlo debe ser nuestra primera y fundamental obra de arte. No los aburro más los invito a compartir este cuento.
Ibsen Kaseusku se había negado a tomar asiento y ahora esperaba, de pie en medio de la recepción, muy erguido, las manos entrelazadas, enguantada una aprisionando la otra y el guante de la otra.
Movía rítmicamente una de sus piernas y también los ojos, duros y profundos, enmarcados en arrugas muy acentuadas, transmitían su nerviosismo.
La recepcionista, conmovida aún por la presencia del famoso escritor volvió a decir:
—Es un minutito nomás. El señor Lacarra Grey enseguida lo atiende.
Ibsen Kaseusku no respondió nada. Pero bajo la fina barba gris, sus mandíbulas se endurecieron.
—¡Mi queridísimo maestro! —Lacarra Grey había aparecido por la puerta de su despacho, exultante, los brazos abiertos y con una sonrisa como para iniciar un show musical—. Por favor, adelante —extendió la diestra hacia Kaseusku pero al no obtener reciprocidad, optó por tomarlo del brazo y conducirlo hacia su despacho—. Venga por acá, por favor, maestro. Adelante. No sabe, no sabe... —se dirigió a la recepcionista: —Lisa, no estoy para nadie. No sabe usted maestro, no sabe usted, el honor que es para nosotros que usted nos distinga con su presencia. Tome asiento, por favor, maestro, tome asiento.
Ibsen Kaseusku no le hizo caso, se mantuvo de pie junto al sillón que Lacarra Grey le había indicado, estudiando el lujoso despacho, ensanchando las aletas de su nariz pronunciada, como un toro que mide las vastedades del ruedo, calculando la próxima acometida.
—Perdone si lo hice esperar unos segundos —Lacarra prácticamente corrió hacia su sillón rodeando el escritorio— pero quería que estuviese presente mi socio, Menéndez Joya, acá —señaló otro de los sillones donde Menéndez Joya adelantó un tanto el torso insinuando un saludo con la cabeza, sonriendo arrobado ante la presencia del literato— que no me hubiese perdonado nunca que yo no lo llamase estando usted en nuestra casa.
Ibsen Kaseusku casi ni miró a Menéndez Joya, pero se sentó, primero en la punta de su sillón, muy envarado y siempre mirando a los ojos de Lacarra Grey como si quisiera atravesarlo. Luego se fue deslizando hacia atrás hasta encontrar sus espaldas el respaldo del asiento. Allí quedó, entonces, los brazos afirmados en los apoyabrazos, los puños cerrados y un leve tic que le sacudía un párpado venoso.
—Una hermosa sorpresa, Maestro —sintetizó Lacarra Grey cambiando de lugar ceniceros, intercomunicadores y lapiceras sobre su escritorio.
—Incluso —terció Menéndez Joya ante el escaso eco que obtenían las palabras de su socio— yo estaba a punto de salir, fíjese usted, cuando justo me avisaron de que usted estaba. Mire si... —y se quedó manteniendo una mano en el aire como si no se atreviese a continuar con una frase que incluía un final horrible.
—Mirá si... —lo apoyó Lacarra Grey, mirándolo entre risueño y espantado. Luego se hizo el silencio. Los dos cineastas contemplando con sonrisas apretadas a Kaseusku y éste aspirando hondamente, los ojos fijos en Lacarra Grey.
—¿Quiere tomar algo, maestro? —Lacarra Grey trató de aflojar el clima—. ¿Un café, un whisky? Ah no —se retractó—. Cierto que a usted no le gusta el whisky. Pero tal vez una vodka, entonces —bromeó—. Lisa —llamó por el intercomunicador—. Dígale a Osvaldo que me traiga un whisky —consultó con la mirada a Menéndez Joya, éste asintió con la cabeza—. Dos whiskies y... —miró a Kaseusku sin obtener respuesta—. Un café... en todo caso...
Volvieron a quedar en silencio. Lacarra Grey golpeteó con sus dedos sobre el escritorio, mirando a Kaseusku con una sonrisa.
—Maestro... —concluyó, bamboleando la cabeza. Y se dio cuenta de que no podía estirar más la cosa. —Me imagino que habrá visto la película.
Ibsen Kaseusku respiró ruidosamente, una arteria le palpitó en el cuello.
—¡Una mierda! —estalló—. ¡Una mierda!
—Maestro, por favor —pareció asombrarse Lacarra Grey—. ¿Cómo...?
—Nosotros pensábamos que le habría encantado —arguyó Menéndez Joya.
—Es más —siguió su socio— yo estaba seguro, cuando Lisa me avisó que usted venía, que venía para felicitarnos, mire...
—¿Felicitarlos? —golpeó el literato el apoyabrazos de su sillón. —¿Felicitarlos por esa... —en su amplio vocabulario buscó algún sustituto pero finalmente se rindió— por esa mierda? ¡Un juicio les voy a hacer! ¡Un juicio! Ya he hablado con mi abogado y...
—Pero —lo cortó Lacarra Grey —cálmese, cálmese, por favor maestro...
—¡Y no me diga maestro —rugió Kaseusku—. Yo no soy su maestro, porque eso sería como aceptar que usted pudiese llegar alguna vez a ser mi alumno!
—Bueno, bueno... es una fórmula amistosa y respetuosa propia de alguien que lo admira y que...
—Hoy mismo veré a mi abogado y puedo asegurarle señor Lacarra que...
—Pero... ¿por qué? ¿por qué? —Lacarra aparecía como desolado. Miraba cada tanto a su socio como buscando una explicación—. ¿Qué es lo que no le ha gustado?
Ibsen Kaseusku había vuelto a parapetarse en el silencio, como intentando recomponer su equilibrio respiratorio.
—Admito —continuó Lacarra Grey — admito que debimos introducir cambios en la adaptación de su libro al cine. Pero usted bien sabe que el cine y la literatura son dos géneros diferentes y por lo tanto, por más maravillosa que sea una obra, como lo es esta obra suya, esta excelsa Patria potestad una joya de la literatura, por más maravillosa que sea, debe ser adaptada a otro ritmo, a otro espacio de tiempo, a todo eso que tiene el cine y que usted bien conoce. Usted sabe que el cine es por sobre todo, imagen, y que la literatura...
—¡No tenga el tupé —bramó Kaseusku— de intentar explicarme a mí lo que es la literatura!
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Lejos de mí tal cosa! —se escandalizó Lacarra Grey.
—¡No...! —se unió Menéndez Joya.
—Pero admítame, maestro —siguió Lacarra Grey— o profesor Kaseusku, como usted quiera, que es prácticamente imposible transcribir con puntos y comas un libro a un guión cinematográfico. Imposible. Y hay ejemplos...
—Conozco los ejemplos —abrevió el escritor.
—Por otra parte —retomó Lacarra Grey—, nosotros habíamos sido muy sinceros con usted. Desde el primer momento le habíamos especificado que su libro sufriría forzosamente algunos cambios. En ese aspecto fuimos muy claros.
—Desde el título, profesor —creyó prudente incluir Menéndez Joya.
—Desde el título —corroboró Lacarra Grey—. Es cierto que "Patria potestad" es un prodigio de síntesis, dado que grafica el cariño por la tierra que uno ha tenido que dejar e involucra también el problema del protagonista cuando busca a su propia hija, pero...
—Una maravilla —sentenció Menéndez Joya.
—Pero admítame, profesor, que no es un título atrayente para todo público. Podía ser un título seductor para quienes conocen su obra y para quienes hubiesen leído el libro, para la gente de letras en general. Pero ése no es el gran público, profesor, créame.
—Por eso es —siguió Menéndez Joya— que optamos por "Secretos de una Princesa Rusa". Que es algo más... popular. Más impactante. Más...
—Más entendible —amplió Lacarra Grey.
—Puedo entender lo del título, señores —vocalizó trabajosamente Ibsen Kaseusku—. Y hasta puedo entender que el protagonista, que en mi libro era un científico, en la película sea domador de focas del Circo de Moscú... ¡Pero no puedo aceptar la modificación de los motivos que hacen que él deba alejarse de Rusia!
—Vamos por partes. Vamos por partes —se rearmó Lacarra Grey, adoptando una postura de oración litúrgica, buscando la mejor explicación—. Por supuesto y usted está de acuerdo, me alegra, que un científico era un elemento demasiado frío para nuestras necesidades. Un domador, un domador de focas, siempre obtiene una mayor identificación en la platea cinematográfica...
—¿Quién no ha visto alguna vez un domador de focas? —se preguntó Menéndez Joya.
—Y en cuanto a los motivos —prosiguió Lacarra Grey— compréndame que la divergencia ideológica que lleva al protagonista a huir de Rusia, es quizás demasiado complicada, demasiado fina, demasiado sesuda para el espectador común. Hay que estar muy empapado en las filosofías políticas para entenderlo. Hay que saber mucho del Soviet, del proletariado. Y eso hubiese sido arriesgar a meterse ya en una cosa altamente comprometida y ¿quién sabe si no? ir a parar en un panfleto.
—¡Pero señor mío! —tronó Kaseusku—. El protagonista comprende que no puede desarrollar su intelecto científico en la Rusia Comunista. Decide huir de Rusia. ¡Y su esposa queda como rehén del Partido y finalmente muere aherrojada en Siberia! ¿Qué tiene eso de complejo? ¿Qué tiene de difícil?
—Maestro, maestro —contemporizó Lacarra Grey— observe qué cruel. Qué anécdota cruel la suya, la de su libro...
—¡Es que no se trata de un capricho, señor —pareció que se pondría de pie Kaseusku —porque eso no es sólo ficción! Mi libro está inspirado en la realidad. En cosas que les han pasado a conocidos míos. Y a mí, personalmente. ¡Y exijo respeto a mi pasado!
—¡Ni hablar de eso! —se ofendió Lacarra Grey—. Puedo jurarle, profesor, que lagrimeaba como una criatura cuando leí su libro. Por algo fue que elegimos su novela para llevarla a la pantalla. Pero así y todo la historia de la mujer nos parecía demasiado dura. La variamos por algo más ágil. El protagonista tiene relaciones clandestinas con una ecuyére, que es la querida de un alto comisario soviético. Este se entera y jura matar al protagonista que debe huir entonces, apresuradamente, alcanzando sólo a llevarse a su foca predilecta, Denise.
—¿Vio usted a la foca en la película? —preguntó Menéndez Joya—. Una maravilla. Una maravilla.
—La mujer del protagonista, entonces —prosiguió Lacarra Grey— se queda en Rusia. Pero no va a parar a la Siberia. Despechada, ya que se ha enterado de la relación de su marido con la ecuyére, se va a vivir con un astro del fútbol soviético. Lo que nos da ocasión de incluir esos seis minutos del partido de fútbol donde el público delira. Eso es idioma cinematográfico. Es el mismo problema resuelto de otra forma.
Sí —barbotó el literato— pero en mi novela el protagonista huye a Finlandia, donde pasa ocho años viviendo en la taiga, en una casucha de cañas, donde continúa sus estudios sobre la vivisección de los arácnidos y desde donde comienza a investigar qué ha sido de la suerte de su pequeña hija Pavlova.
—Sí —refrendó Lacarra Grey— Alexandra, en la película. Bueno, ahí ya entran problemas de producción. De eso también hablamos antes de firmar el contrato, profesor. Encontrar un sitio similar a la taiga nos llevaba una eternidad y un drenaje de dinero que hubiese elevado los costos de la película a picos inalcanzables. Por eso nos decidimos por Río de Janeiro. Que por otra parte, para qué nos vamos a engañar, es más divertido que la taiga. Nos pareció de más sustancia, de más peso conceptual que el protagonista huyera a Río de Janeiro con su foca amaestrada, triunfando ambos allí como pasistas en la comparsa "Maracangalha". Deberá reconocerme que las escenas del carnaval de Río son casi el punto más alto de la película. Luego viene el encuentro del protagonista con su hija. En su libro, la hija ha logrado salir de Rusia y vive en Angora, Turquía, empleada en una compañía telefónica. Bueno, con Turquía nos pasaba lo mismo que con Finlandia. Problemas insalvables de producción. Por otra parte, casi no tenemos intercambio cultural con los turcos y entonces, las posibilidades de comercialización de la película allá eran nulas. Decidimos que la pequeña Alexandra, entonces, estuviese viviendo en Bahía.
—Pero ¿por qué haciendo ese trabajo inmundo? ¿Por qué? —se atragantó de indignación Kaseusku.
—Tiene su lógica. Tiene su lógica —lo calmó Lacarra Grey—. Pienso que nuestro adaptador hizo un trabajo muy sesudo. La muchacha, que en el libro aparecía como muy pequeña y con problemas de dislexia, nosotros la hacemos figurar como que ya desde niña trabajaba en el circo, jineteando sobre un delfín. No olvide que el padre también trabajaba en el circo. No es nada descabellado. Cuando sucede todo lo de su padre, su huida, y eso, ella, tras unos años, en una de las giras del circo, también huye. Que es la escena en que ella se refugia en la casa de una bruja de la macumba, cuando el circo pasa por Bahía. Se la inicia en la capoeira, el vudú, y ella se comunica telepáticamente con el padre.
—¿Pero por qué ese trabajo inmundo, por qué?
—¿El strip-tease pornográfico que realiza con un burro dice usted? Bueno. Ella no ha estudiado, no tiene educación. Ha sido hecha en el circo. Es de lo único que puede actuar. Creo que hay cierta lógica —se ufanó Lacarra Grey—. Y al ser rusa, el dueño del local donde actúa la presenta como la "Princesa Rusa". Todo tiene su hilván. Nada queda descolgado. Creo que hay un respeto por la coherencia.
—Pero no hay grandeza —casi sollozó Kaseusku—. La escena del reencuentro del padre con la hija, en un cementerio de Angora, me llevó dos años escribirla. Dos años, para alcanzar esa profundidad de silencios, ese clima, ese espanto que recorre el cuerpo y la razón del protagonista cuando descubre que el marido de su hija es el mismo hombre que dio muerte a su esposa en el campo de reclusión de Siberia. Esa terrible revelación de que el hombre a quien su hija adora es, sin que ella lo sepa, el terrible asesino rojo que mató a su mujer. Y la encrucijada de este científico, que debe resolver entre confesar la horrible verdad a su hija del alma, o callar y dejar impune el crimen. ¡Lo que me costó solucionar la escena cuando él opta por callar su odio y mantener a su hija en la ignorancia con tal de que sea feliz junto al ex-guardia rojo que le ha dado a ella ya dos hijos hermosos!
Lacarra Grey se secó los ojos humedecidos con un pañuelo.
—Lo entiendo, maestro. Lo entiendo —dijo—. Pero usted habrá visto que nosotros lo resolvimos bastante bien. La foca, la foca crecida en el circo es la que reconoce a Alexandra. Es claro, se han criado juntas. Y la foca la ve en una calle de Bahía, cuando el padre tras recibir ese mensaje telepático ha ido a buscarla, y comienza a aplaudir. Usted sabe cómo aplauden las focas. Allí, tras 18 años, se reencuentran padre e hija y es cuando se escucha la canción de Roberto Carlos "Yo quiero tener un millón de amigos". Allí es cuando el protagonista se entera de que ella está casada con el hijo del jugador de fútbol que se quedara antaño con su madre, y que también es jugador de fútbol. Allí se da el conflicto, el clímax de la película, cuando padre e hija van a la casa de ella y se encuentran con el esposo de ella que vuelve de jugar un partido junto con Toninho Cerezo, una escena que nos conmovió muchísimo porque lo que nos cobró Toninho Cerezo por esos tres minutos no los cobra ni en cien partidos con la selección brasileña. Y se da la misma situación que usted narra en su libro: el protagonista está tentado de confesarle toda la verdad a su hija pero finalmente opta por callar y no arruinarle la felicidad.
—Sí —reprobó Kaseusku— pero él queda con ese tremendo dolor que lo hace, en mi libro, terminar caminando solo, en una tarde de lluvioso invierno, por una calle de Praga, algo loco. Desequilibrado quizás.
—Bueno —frunció la boca Lacarra Grey— nos pareció un poco duro como final. Es por eso que preferimos lo del casamiento en una de las iglesias de Bahía, la caravana de barcas de pescadores, el vuelo de ellos por Varig hasta Río nuevamente y el gran show final en el Hotel Oton Palace con Wilson Simonal y Gal Costa, donde el protagonista hace su show con la foca ante el delirio del público y su hija abandona para siempre el show pornográfico ya que ha sido llamada desde Hollywood dado que su esposo también viaja a integrar un equipo de fútbol en Los Ángeles.
Ibsen Kaseusku meneaba la cabeza, ahora mirando un punto cualquiera en el escritorio de Lacarra Grey.
—Pero hay algo que tenemos que decirle, querido maestro —se animó Lacarra Grey.
—Y que si usted no venía lo mismo pensábamos llamarlo para comunicárselo: la película es un éxito tremendo en las veinte salas de estreno en que se está dando.
—Rompe todo —aseveró Menéndez Joya.
—Un éxito completo —continuó Lacarra Grey—. Cosa que no dudamos ni un solo instante, desde que decidimos la filmación de su libro.
—¿Por qué... —la voz agotada de Ibsen Kaseusku era apenas audible— en la película figura mi nombre como autor de la adaptación y el diálogo?
—Bueno —se encogió de hombros Lacarra Grey— pensábamos que era lo justo. Y que además a usted no le molestaría. Al contrario.
—Y porque queríamos proponerle otra cosa —intervino Menéndez Joya—. Y creo que es un buen momento para charlarlo. Su libro ya tiene como diez años de editado. Es una edición vieja. Estimamos que dado el éxito tremendo de la película sería un excelente momento para que usted tratara de reeditar Patria potestad. Con gran lanzamiento, cócteles, firma de ejemplares.
—Piénselo maestro —aconsejó Lacarra Grey—. Sería formidable. Y déjenos su dirección actual, profesor, mañana uno de nosotros irá a pagarle la primera liquidación sobre los beneficios de la película. Yo sé que a usted no le interesa el dinero, pero siempre ayuda.
Ibsen Kaseusku se puso de pie como un autómata, Lacarra Grey y su socio lo imitaron, acompañando luego al literato hacia la puerta.
Cuando llegaron a ella Kaseusku se tomó del marco y se volvió hacia ellos.
—Puede ser buena idea lo de reeditar el libro —dijo— pero habría que cambiarle el título, quizás. Ponerle el mismo que lleva la película.
—Pero... —estaba exultante Lacarra Grey— ¡Magnífico, magnífico!
—Y modificarle algo el contenido —siguió el escritor— hacerlo más fiel a lo que se ve en la película. Así el público no queda tan desconcertado.
—Perfecto. Perfecto —aprobó Menéndez Joya. Ibsen Kaseusku asintió ligeramente con la cabeza, calibrando la posibilidad.
—Lo voy a pensar. Lo voy a pensar —dijo, antes de irse.
Roberto Fontanarrosa, en "El mundo ha vivido equivocado".
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